domingo, 15 de marzo de 2009

Poca mosca

En el Cedral no pasaba nada a nadie.

La desolación, el aislamiento y la monotonía hacían un día igual a otro, poco qué platicar y a poca gente. Los viejos sentados en las bancas, a la sombra de los nogales centenarios de la plaza principal decían: aquí no pasa nada, y cuando pasa, nada.

Ese día podría ser diferente: un hombre mosca había anunciado que escalaría la fachada del templo parroquial, al finalizar la misa dominical del medio día. Un hombre mosca en el pueblo ¡Qué fantástico!

Era medio día y el sol le impedía ver con facilidad hacia arriba. Apoyó con firmeza los pies en la estrecha saliente que los bordes libres de aquellos ladrillos le ofrecían. Se sostuvo y buscó arriba un sitio para sujetarse y seguir escalando. Ya había ascedido los dos cuerpos del frente y faltaba el último para llegar a la base del campanario; para desde ahí, acometer al ataque final.

Los primeros minutos los habia utilizado con facilidad en ganar altura. Subía mejor al principio porque entonces le obedecía el cuerpo; conforme sumaba fatiga, la voluntad dejaba el paso a la torpeza y cada vez con más frecuencia lo amenazaban calambres que lo podrían detener.

Era preciso seguir subiendo, porque en el atrio la gente no dejaba de mirarlo, con una mezlca a partes iguales de curiosidad y morbo. Antes de iniciar el espectáculo, había pasado la charola; juntó apenas unas monedas que no llenaban un puño. Los pobres del pueblo cooperaron. Quienes mejor vestían, ni el intento de ayudar hicieron, su sola presencia pagaba.

Ahí estaba pues, a media fachada, rumiando ese viejo sentimiento de sentirse humillado; los espectadores no concedían valor a su esfuerzo, dinero casi no le daban, pero si daba pie a que la gente se diviertiera a su costa. Eso dolía más que un calambre a medio ascenso. Solo lo hacía subir su maltrecho orgullo, cada vez más agraviado. Le calaba ser hombre mosca 'hombre-mosca', lejos de ser 'hombre' a secas.

Había ganado unos pasos. Se sostenía de los herrajes de la ventana del coro. Tenía miedo porque al recibir el sol, sudaba y se humedecían las manos que podrían resbalar a la hora de impulsarse. Ahí estaba, espectáculo de domingo en la plaza del pueblo. Más que subir el frente de la iglesia, ellos querían ver su caida libre; no les daría ese gusto. Eso sí, no.

Estiró los brazos en vano; la estrecha hendidura de los ladrillos seguía sin cambiar. Los dedos lo mantenían fijo pero inseguro. No pudo dar un paso más. Ahí acabó su empuje. Empezó a llenar sus pulmones de aire, respirar aire sin limite. Disfrutarlo sin que le costara. No dobló el cuello porque no había espacio para hacerlo; la falta de espacio fisico como quiera lo podía manejar. No podía ceder el espacio del orgullo.

-A veces me ando cayendo y el orgullo me levanta..."-

No podía ver dónde ponía los pies. Se guiaba solo por lo que veía de reojo. Con mucho cuidado bajó hasta el firme... y llegó a la banqueta.

Ofendidos, los presentes le reprocharon su proceder. No había cumplido, a mitad del frontis se regresó. Los que no habían cooperado resultaron los más airados. Agarró el morral de franela donde guardaba la poca morralla que antes le habían dejado.

Respiró hondo, los vió a todos a los ojos y les dijo:

-Poco dinero... poca mosca-.
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Dr. Fernando Ávila Lomelí

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