jueves, 14 de marzo de 2013

Viviendo solo

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Uno no termina de convertirse en hombre sino hasta que vive solo y se ha limpiado el culo con periodico.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Un Día, Un Beso- One Day, One Kiss 2011

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Esto si me llegó, lo comparto aunque un poco tarde... nunca es tarde para dar (o recibir) un beso.

Hoy 21 de septiembre, día internacional de la paz.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Dia de campo...

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... o de cómo los zoofilos ven las cosas



y me lo encontré de origen, aqui

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Sobrevivientes de la abundancia

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Rosa. Así nomás la conocían los vecinos de la vecindad que diariamente la veían salir con su canasta llena de semillas y chicles.

El exceso de kilos que cargaba su humanidad había hecho mella en sus rodillas y por ende, su caminar era parecido al característico vaivén de los pingüinos. Del pasado de Rosa poco se sabía. Un día de repente llegó a vivir al cuarto 13, junto con su marido, o amante, o pareja, “El Güero”, un borrachín más joven que ella que hacía mandados a clientes y comerciantes del mercado Hidalgo y que se gastaba las propinas en el mezcal de “La Mexicana”.

Rosa y “El Güero” estaban tan jodidos, que ni luz tenían en su cuartucho. Los aretes de oro que su madre le heredó mucho tiempo atrás quedaron empeñados para pagar el mes de renta y con la venta de semillas apenas comían y no podían pagarle el servicio a la Comisión Federal de Electricidad. Pero eso parecía no importarles. Se iluminaban como en su rancho, con la luz de la veladora que diariamente le prendía Rosa a San Martín Caballero para que le ayudara a vender sus chucherías.

“El Güero” en ese entonces tenía unos 40 años, era un ojiverde pálido y debilucho que se le pegaba a Rosa cuando en algún día de buena venta acudía al Callejón de la Hiedra para hacerse “la base”. Ambos salían de la peluquería muy chinos como perritos poodles y coquetos. Ese era el tipo de lujos que pocas veces podían darse ambos.

Héctor y su familia venían de otra ciudad, pero nunca dijeron de dónde. Lo que sí era seguro es que venían huyendo de la pobreza, y creyeron que migrar a San Luis les traería mejor suerte. Él era alto y muy delgado. Usaba bigote delgado, unos lentes de fondo de botella pegados por el puente con cinta de aislar y camisas de manga corta roídas por el tiempo.

Su esposa no era fea. Su delineada nariz y sus labios delgados pero bien definidos la asemejaban a una virgen europea, pero estaba maltratada por el rol que la vida le había dado para jugar.

Ocupaban el número 7, un cuartito sin baño y sin ventanas, pero iluminado al medio día por un rayo de sol que se colaba por un hoyo del techo, en la esquina, por donde subía una grasosa tubería de galvanizado que sacaba el humo del fogón o de las estufas de petróleo, dependiendo la posibilidad de su morador.

La vecindad siempre ofreció colchones, sucios y con marcas de orines u otros fluidos corporales, pero los tuvo. Eran cortesía del dueño de la vecindad porque los conseguía casi gratis de un chofer de la Colchonera San Luis a quien los clientes le daban una propina por dejarles los nuevos y llevarse los viejos.

Héctor y su dama tenían dos hijos, una niña de cuatro años y uno de dos. Ambos pálidos y debiluchos.

Rodrigo venía de Monterrey, pero sólo era un inquilino temporal, de fin de semana. Era el menos jodido de los residentes de La Misión. Su puesto como supervisor de producción en una planta le permitía darse el lujo de pagarse una o dos veces al mes el viaje a la capital potosina, según la urgencia de sus necesidades. Solicitaba el número 3, el más alejado de los cuartos de la vecindad y cada vez que bajaba del taxi, los niños del lugar se peleaban por ayudarle a cargar su maletín deportivo de Los Pumas a cambión del tostón de propina.

Lorena se sentía orgullosa de su hija. El mundo podía juzgarla a ella, humillarla, pero no permitiría que nadie le pusiera la mano encima, ni siquiera que la miraran con desprecio. Hacía un año que no tenía residencia fija y esta vez tuvo que buscar un lugar seguro para la niña que recién llegaba a vivir con ella a la capital. Ocuparon el cuarto 9.

Se llamaba María. Tenía 11 años y con sólo verle el brillo en sus ojos, uno podía darse cuenta del parecido que aún guardaba con Lorena –a pesar de sus ojeras y su maquillaje corrido-. El padre de María la abandonó tiempo atrás y fue su abuela quien la crió hasta el día de su muerte. Lorena les enviaba puntualmente dinero. Fue entonces que el abuelo, enfermo y sin trabajo, se deshizo de ella enviándosela a Lorena.


FORTUNA ESCASA PERO SONRIENTE

Con 40 pesos de “finiquito” en su bolsillo, Héctor se adentra a las colonias vecinas del Barrio de Montecillo y pide trabajo en los talleres mecánicos, en las bodegas de abarrotes pero nadie lo ocupa. Ocasionalmente descarga los bultos de Maseca en una tortillería.

Los 50 pesos que gana se le van en el abono diario del cuartucho y algún alimento que no requiera cocinarse porque no tienen estufa. Héctor ha escuchado uno que le pondrá fin a sus problemas. El chiste es llegar muy temprano y vencer la vergüenza.

La venta de sangre en México era una práctica común entonces y el banco de sangre del Hospital Central tiene su cartera de donadores profesionales que acuden a vender medio litro de su vital fluido. Desempleados y alcohólicos eran parte de los proveedores del banco de sangre.

La sangre fluyó a través de la cánula. Mientras el recipiente flexible se hinchaba con el viscoso fluido, Héctor trató de ignorar el vampiresco acto volteando a un costado, sólo para encontrarse con otro sujeto de barba cana y descuidada al que también le estaban succionando sangre. Aún expelía un olor a alcohol.

De mala gana y sin mirarlo, la cajera pasó 60 pesos por la ventanilla, Héctor los tomó aún adolorido por el pinchazo. Luego retornó al centro a hacer favores a los comerciantes y juntó otros 40.

Jubiloso, Héctor llegó a la vecindad y pidió a Elena y a sus hijos que lo acompañaran al mercado a que escogieran el menú del día. Pasaron por un lado de Rosa, que esa misma mañana estaba sentada en una jardinera de la explanada Ponciano Arriaga mascando chicle y ofreciendo pepitas a los transeúntes.


LA VIDA DOBLA LA ESQUINA

Cuando Rosa migró a la ciudad llegó sin hijos, sin otro recuerdo pasado que el par de aretes de oro que empeñó para pagar el mes de renta de la vecindad. Quizá años atrás tuvo uno, dos o tres hijos. Quizá crecieron y migraron. Quizá temió morir sola y se fue de casa para empezar una segunda vida al lado de un fiel borrachín que la encontró sensual.

Ahora, Rosa coge semillas con una tapa de Gerber y las pone en la mano de parroquianos a cambio de dos o tres pesos. A otros les vende chicles de cuatro pastillas sabor menta y para las tres de la tarde reunió unos 40 pesos con los que comprará un kilo de tortillas en la tortillería de la Explanada Ponciano Arriaga, un queso de la “B” y medio kilo de aguacate en un carretón.

El Güero por su parte, ha reunido 20 pesos de propinas cargando bolsas hasta la parada del camión a las señoras y paga un puño de chiles serranos y un par de Pepsicolas.

Rosa y el Güero vivían al día. Comían si trabajaban. Si les fue bien, unos pesos de sobra guardarán bajo el santito de su cuarto. Él les pagaría la renta.

La crisis -tan maquillada como rostro de Geisha-, esa ciudad indiferente a la pena ajena y las seis copas de mezcal le obsequiaron una mejor idea al Güero. ¿Por qué suplicar a las marchantes ayudarles con sus bolsas si el dinero se puede conseguir más fácilmente?

Lorena está de mal humor. Hay demasiados policías en la zona donde trabaja. Acaban de agarrar un tipo borracho que intentó arrebatarle la bolsa a una anciana. Mientras los paramédicos la atienden en el suelo, la víctima relata que un borracho, delgado y pelo chino quiso quitarle la bolsa y al resistirse fue pateada salvajemente. Las sirenas de la ambulancia y las patrullas de Protección Social donde mantienen retenido al “Güero” ahuyentan a los clientes.

Fuma un cigarro para verse sugestiva. Su atuendo de minifalda negra, unas medias de red color negro cubriendo sus delgadas pero bien torneadas piernas y una chamarra de charol apenas atrajo a un obrero de bicicleta que le ofrece 25 pesos. Ella se disgusta, es la mitad de lo que cobra, pero no hay trabajo. Le pide que camine hacia el hotel de la esquina próxima, él le responde que sólo trae lo de ella. –¡Chingaos, que güey tan jodido!- exclama la dama. María finge dormir. Contempla la escena. Se asusta.

Rodrigo llegó tarde. Ya no hay niños que lo esperen. Al bajar del taxi, ve a una mujer y un tipo en bicicleta entrar al cuarto 9, pero no juzga, él tampoco es perfecto. El cuarto número 3 es especial: tiene un colchón viejo, una silla y un espejo. También energía eléctrica. Lo necesario para su ritual.

Desnudo, sentado frente al espejo en una silla metálica de la cervecería Cuauhtémoc, el supervisor de producción le da color a sus mejillas y delinea sus ojos. Goza el ritual, como el sediento disfruta el primer trago de agua.

Diligentemente, saca el resto del contenido de la maleta de Los Pumas: un vestido corto, de raso color negro -religiosamente doblado- de escote en V, pero no tan descubierto de la espalda; un calzón negro con encaje rojo, unas pantimedias negras, unas zapatillas negras del siete y medio, un bolso de noche, de chaquira negra, una peluca lacia y corta color rojo cobrizo, un brasier copa B y un par de esponjas recortadas de manera circular.

Tras el ritual de transformación, de aproximadamente una hora. Rodrigo queda atrapado en el cuarto número 3 y es Jazmín quien sale por la puerta. Quiere pasear por el centro a la hora de la tentación, disfrutar el roce del encaje y el raso en su piel al contonearse y ser admirada por los hombres. Ella no cobra, y está dispuesta a subir al auto de quien la encuentre atractiva.

-¡No mames: el del 3 es puto!- le dice un chaval a su amigo. Ambos espían la partida de Jazmín desde la azotea.


LA VIDA A LA VUELTA DE LA ESQUINA

Mientras los hijos de Héctor y su esposa cobraban peso y sus rostros un tono rosado, él cada vez lucía más pálido. Los vecinos le decían “El codos”, porque cada vez que llegaba a la vecindad traía uno de sus brazos flexionado impidiendo que la sangre siguiera saliendo por la piel agujerada de su antebrazo.

Elena hacía lo que podía. Lavaba los tres baños comunales de la vecindad y ropa de los pocos clasemedieros que se la llevaban los lunes. Ella reprueba vivir de lo que Héctor hace, le parece repugnante.

En esos años en los que el presidente se preparaba para su autoexilio, comprando residencias y pasando la charola a amigos beneficiados en su mandato, Héctor y su familia apenas ganaban el equivalente a dos dólares al día.

La tortilla, el alimento sagrado de los pobres había aumentado de 5 pesos a 11, el bolillo de 70 centavos a un peso, el litro de gasolina Nova de 6 a 10 pesos y el kilo de gas doméstico de 4 pesos a 5.10. La última vez que Héctor salió del cuarto número 7 fue en una camilla. Tras seis meses de vender su sangre, su sistema inmunológico había decaído considerablemente y no había respuesta todavía para entender los extraños síntomas que el lánguido hombre presentaba. A los ocho días de haber sido internado, la mujer de Héctor y sus dos hijos se vieron orillados a desocupar el cuarto y abandonaron la vecindad cargando cachivaches y penas en un costal de la Conasupo.

Nadie volvió a verles desde esa tarde en que el sol iluminaba el lado más triste de la calle.

Lo único bueno que obtuvo Rosa de lo ocurrido es darse cuenta de que afuera de la Peni la semilla de calabaza y los chicles tienen demanda. Pero la venta no era tan buena como para sacar al “Güero” de las rejas.

Los primeros días fueron difíciles. San Martín no hace mucha plática, mucho menos si ya no le prenden su veladora diariamente. El dueño de la Misión la presionó a que pagara completa la renta y la amenazó con correrla si seguía de incumplida. Y ella, optimista como siempre, aprendió a seguir sin el “Güero”, a deambular con su paso de pingüino por el Mercado Hidalgo y el Eje Vial ofreciendo semillas y sonrisas rechonchas a los transeúntes.

Si San Martín Caballero le volteaba la cara, “La gorda” encontraba refugio en algún solitario jubilado, que le daba 20, o 30 pesos a cambio de jugar con sus senos en uno de los cuartos del Hotel Santa Clara.

Lorena no se dio cuenta –o no quería darse cuenta- de que María espiaba sus encuentros sexuales con desconocidos hasta meses después, cuando una noche, un cliente drogado quiso estrangularla y la niña espetó un ¡Déjala! luego de brincar del rincón donde supuestamente dormía. Lorena no estaría viva sin la ayuda de su hija, que valientemente comenzó a golpear al sujeto hasta que su madre pudo zafarse y pedir ayuda a gritos.

María, la niña de pelo lacio y cortado hasta debajo de la oreja, la que alguna vez usó zapatitos de goma y el uniforme azul marino de una primaria vespertina, jamás terminó la escuela.

Todavía hace unos años se les veía por las calles de Escobedo o Guajardo a la hora de la tentación. Ambas con medias de maya color negro, minifaldas y chamarras de charol, inhalando resistol 5 mil en bolsas, con la mirada perdida. Eran los restos del sexenio de José López Portillo.


Pulso San Luis

viernes, 22 de julio de 2011

Mi madre

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Hace ya un tiempo que vivo en mi propia casa y visito regularmente a mis papás. Aun así, ella sigue haciendo de comer para todos, vallamos o no.

Ya van dos días seguidos que mi mamá se siente mal; esto significa que le duele la cabeza, siente nauseas, no puede dormir y por la madrugada (los dos días) mi papá la ha llevado al servicio de urgencias para que la chequen. Esto lo sé porque me he estado quedando en su casa estos días.

Pues bien. Después de llegar del servicio médico, aunque se sienta un poco mal, llega preguntando si ya desayunamos algo, se pone a hacer de almorzar y nos llama para comer. No deja de hacer lo de todos los días a pesar de que esté débil o no haya dormido bien.

Yo le he dicho que no haga de comer para mi y mucho menos que piense que no comí cuando no voy, o si me voy a llevar lonche al trabajo. Siempre le insistimos en eso mis hermanos y yo pero ella no puede dejar de preocuparse por nosotros. Creo que lo que le digamos sale sobrando porque para ella, si estamos ahí tenemos que comer y alguien debe preparar la comida. Esa es su forma de decirnos que aun somos sus hijos y que nos ama.

Estamos tan acostumbrados a eso que nos limitamos a decirle que no se preocupe por nosotros, pero a la vez nos quedamos a comer cada que estamos en su casa.

No sé que valla a ser de nosotros cuando nuestra madre falte. Porque el hecho de hablar hoy de nuestra madre haciendo de comer es un pequeño ejemplo de todo lo que ella ha hecho y sigue haciendo por nosotros (esposo, hijos y nietos).

Gracias mamá.

Pd: al estar escribiendo la ultima linea de este texto, sentí raro porque solo se lo digo aquí y no en persona; pero es que pasa algo que quizá suene ridículo: resulta que tengo esa extraña idea de que, el día que le agradezca algo a mi madre, será lo último que yo haga y de lo cual ella se dé cuenta. Me da un miedo pendejo pensar en eso y por eso solo lo hago en secreto. Por otro lado, si no le agradezco nunca nada, ella nunca va a saber que siempre valoramos todo lo que ha hecho desde que ella y mi papá fundaron esta familia.

miércoles, 22 de junio de 2011

Dudas

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Tengo dos preguntas:

1- En dónde terminan las aguas del río Okavango?
Y no me refiero al delta que se forma dentro del desierto de Kalahari.
2- Según la Teoría de la Relatividad General de Einstein: Cuánto tiempo ha pasado dentro de las naves Voyager? Tomando en cuenta la velocidad a la que viajan.

Lavando el auto

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No lo pude evitar.

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