sábado, 7 de marzo de 2009

Arena

Arena
Parte 2
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Oh, sí; Bob Carson lo recordaba.
Nada de esto le explicaba la arena azul y la oscilante luz azulada. Pero aquel estridente sonido de la alarma y su esfuerzo por llegar al cuadro de mandos, su frenética torpeza al atarse al asiento, el punto de la visiplaca que aumentaba de tamaño...

La sequedad de su boca. La horrible certidumbre de que era eso. Por lo menos, para él, a pesar de que las flotas aún estuvieran fuera del radio de acción de sus armas respectivas.

Su primer contacto con la batalla. Al cabo de tres segundos habría alcanzado la victoria o sería un montón de cenizas. Estaría muerto. Tres segundos: eso era lo que duraba una batalla espacial. El tiempo de contar hasta tres, lentamente y después habías vencido o estabas muerto. Un solo disparo bastaba para aniquilar la pequeña nave escasamente armada y blindada que servía para los reconocimientos.

Frenéticamente - mientras, inconscientemente, sus labios resecos articulaban la palabra
-Uno. -
Manipuló los controles para mantener centrado aquel punto cada vez mayor en las líneas entrelazadas de la visiplaca. Mientras hacía esto con las manos, tenía el pie derecho sobre el pedal que dispararía el rayo. El único rayo de infierno concentrado que daría en el blanco... o no. No habría tiempo para un segundo disparo.

- Dos. -
No se dio cuenta de lo que había dicho. El punto centrado en la visiplaca ya no era un punto. A pocos miles de kilómetros de distancia, la ampliación de la placa lo mostraba como si sólo estuviera a unos centenares de metros. Era una brillante y rápida nave de reconocimiento, aproximadamente del mismo tamaño que la suya.
Y también una nave enemiga.

«Brrr...» Apoyó el pie en el pedal que dispararía el rayo...
Y, en aquel momento, el intruso giró súbitamente y desapareció de los hilos del retículo. Carson apretó frenéticamente varias teclas, para seguirlo.

Se mantuvo completamente fuera de la visiplaca durante una décima de segundo y después, cuando la proa de su nave giró tras el enemigo, volvió a verlo, cayendo en picado hacia tierra.
¿Hacia tierra?

Era una ilusión óptica de alguna clase. Tenía que serlo, aquel planeta - o lo que fuera - que ahora llenaba la visiplaca. Fuera lo que fuese, no podía estar allí. Era imposible. No existía ningún planeta más cercano que Neptuno, y éste se encontraba a cuatro mil quinientos millones de kilómetros..., con Plutón orbitando al otro lado del distante Sol.

¡Sus detectores! No habían descubierto ningún objeto de dimensiones planetarias, ni siquiera, un asteroide. Seguían sin hacerlo. De modo que no podía estar allí, aquel objeto sin identificar hacia el cual se dirigía, a unos centenares de kilómetros por debajo de él.

Y, en su repentina ansiedad por evitar la colisión, incluso llegó a olvidarse de la nave enemiga. Accionó los cohetes de freno delanteros y, aunque el súbito cambio de velocidad le lanzó hacia delante y tensó las correas del asiento, preparó lo necesario para un giro de emergencia. Los apretó y siguió apretándolos, pues sabía que necesitaría todo lo que la nave diera de sí para no estrellarse y que un giro tan repentino le haría perder momentáneamente el conocimiento.
No perdió el conocimiento.

Y eso era todo.
Estaba sentado sobre una ardiente arena azul, completamente desnudo pero indemne. Ni rastro de su nave espacial y - en cuanto a eso - ni rastro de espacio. Aquella curva que había sobre su cabeza no era el cielo, y no sabía qué podía ser.

Se levantó con esfuerzo.
Parecía haber algo más de gravedad que en la Tierra. No mucho más.
La arena se extendía hacia el horizonte, se veían unos cuantos escuálidos matorrales aquí y allá. Los matorrales también eran azules, pero su tonalidad variaba, ya que algunos eran más claros que la arena, y otros más oscuros.

Una pequeña criatura salió de debajo del matorral más cercano, algo parecido a una lagartija, aunque con más de cuatro patas. También era azul. De un azul intenso. Le vio y se apresuró a esconderse nuevamente debajo del arbusto.

Carson volvió a alzar la mirada para tratar de descubrir qué era lo que se extendía por encima de su cabeza. No podía decirse que fuera exactamente un techo, pero tenía forma de cúpula. Fluctuaba y resultaba difícil de observar. Pero, evidentemente, describía una curva descendente hasta el suelo, hasta la arena azul, en torno a él.

Estaba casi bajó la cúspide dé la cúpula. Aproximadamente, se hallaba a unos cien metros de la pared más cercana, si es que era una pared. Era como si un hemisferio azul de algo, de unos doscientos metros de diámetro, estuviera invertido sobre la llana extensión de la arena.

Y todo azul, salvo un objeto. Encima de una alejada pared curvada se veía un objeto rojo. Toscamente esférico, parecía medir un metro de diámetro. Demasiado lejos para que lo viera claramente a través de la oscilante luminosidad azul. Pero, inexplicablemente, se estremeció.
Se enjugó el sudor que perlaba su frente, o intentó hacerlo, con la palma de la mano.

¿Acaso era un sueño, una pesadilla?
¿Este calor, esta arena, esa imprecisa sensación de terror que experimentaba cuando miraba hacia aquel objeto rojo?
¿Un sueño? No, uno no se quedaba dormido y soñaba en plena batalla espacial.
¿La muerte? No, ni hablar. Si existiera la inmortalidad, no sería una cosa absurda como ésta, una cosa hecha de calor azul, arena azul y horror rojo.

Entonces oyó la voz...
La oyó en el interior de su cabeza, no con sus oídos. No procedía de ningún sitio y procedía de todos los sitios a la vez.

A través de los espacios y las dimensiones - recitó la voz en su mente -, y en este espacio y este tiempo, encuentro a dos pueblos dispuestos a enfrentarse en una guerra que exterminaría a uno y debilitaría tanto al otro que retrocedería y nunca cumpliría su destino, sino que degeneraría y volvería al polvo de donde salió. Y yo digo que esto no debe ocurrir.

«¿Quién... qué es usted?» Carson no lo dijo en voz alta, pero la pregunta se formó en su cerebro.
«No lo entenderías completamente. Soy... - Hubo una pausa, como si la voz buscara en el cerebro de Carson una palabra que no estaba allí, una palabra que él no conocía -. Soy el final evolutivo de una raza tan antigua que el tiempo no puede expresarse con palabras que tengan un significado en tu mente. Una raza fusionada en una sola entidad, eterna... »

«Una entidad igual a la que podría llegar a ser tu primitiva raza - volvió a producirse la búsqueda de una palabra - dentro de un tiempo. También podría ser el caso de la raza que tú llamas, en tu mente, los Intrusos. De modo que intervengo en la inminente batalla, la batalla entre dos flotas tan igualadas que causaría la destrucción de ambas razas. Una de ellas debe sobrevivir. Una de ellas debe progresar y evolucionar.»

«¿Una? - pensó Carson -. ¿La mía o...?»
«Está en mí poder impedir la guerra, devolver a los Intrusos a su galaxia. Pero ellos regresarían, o tu raza los seguiría, tarde o temprano. Únicamente quedándome en este espacio y este tiempo para intervenir constantemente, podría evitar que se destruyeran una a la otra, y no puedo quedarme.»

«Así que intervendré ahora. Destruiré completamente una flota sin causar daños a la otra. De este modo, sobrevivirá una civilización.»

Una pesadilla. Esto tenía que ser una pesadilla, pensó Carson. Pero sabía que no lo era.
Era demasiado absurdo, demasiado imposible, para que no fuera real. No se atrevió a formular la pregunta: ¿cuál? Pero sus pensamientos lo hicieron por él.

«Sobrevivirá la más fuerte - dijo la voz -. Esto no lo puedo ni lo quiero cambiar. Yo sólo intervengo para convertir la victoria en una victoria absoluta, no - volvió a buscar - no una victoria pírrica para una raza quebrantada.»

«Desde los alrededores del futuro campo de batalla he atraído a dos individuos, a ti y a un Intruso. Por tu mente veo que en vuestra temprana historia de los nacionalismos las batallas entre campeones, para resolver diferencias entre razas, no eran desconocidas.»

«Tú y tu oponente estáis aquí; enfrentados el uno contra el otro, desnudos y desarmados, en condiciones igualmente desconocidas para los dos, igualmente desagradables para los dos. No hay un límite de tiempo porque aquí no existe el tiempo. El superviviente es el campeón de su raza. Esa raza sobrevivirá.»

«Pero...» La protesta de Carson fue demasiado inarticulada para poder expresarla, pero la voz la contestó. «Es justo. Las circunstancias son tales que el accidente del vigor físico no decidirá completamente la cuestión. Hay una barrera. Ya lo entenderás. La capacidad intelectual y el valor serán más importantes que la fuerza. En especial el valor, que es la voluntad de sobrevivir.»

«Pero mientras esto tiene lugar, las flotas se...»
«No; estás en otro espacio, en otro tiempo. Mientras te encuentres aquí, el tiempo se habrá detenido en el universo que conoces. Veo que te preguntas si este lugar es real. Lo es, y no lo es. Tal como yo - para tu limitado entendimiento - soy y no soy real. Mi existencia es mental y no física. Tú me has visto como un planeta; podría haber sido como una mota de polvo o un sol.»
«Pero ahora, para ti, este lugar es real. Lo que aquí sufras será real. Y si mueres aquí, tu muerte será real. Si mueres, tu fracaso significará el fin de tu raza. Ya sabes suficiente.»

Y la voz dejó de oírse.
Volvía a encontrarse solo, pero no solo. Porque cuando Carson alzó la vista, vio que el objeto rojo, la esfera de horror roja, que ahora sabía que era el Intruso, rodaba hacia él. Rodaba.

Daba la impresión de no tener brazos ni piernas que él pudiera ver, ni facciones. Rodaba sobre la arena azul con la fluida rapidez de una gota de mercurio. Y delante de ella, de una manera que no lograba comprender, avanzaba una paralizante oleada de nauseabundo, repugnante y horrible odio.

Carson miró desesperadamente a su alrededor. Una piedra, medio enterrada en la arena a pocos metros de él, era lo más parecido a un arma que se hallaba a su alcance. No era grande, pero tenía afilados bordes, como una lámina de pedernal. La cogió y se agachó para recibir el ataque. Se acercaba con rapidez, con más rapidez de la que él corría.

No tenía tiempo para pensar cómo iba a combatir, ni cómo podía atacar para vencer a una criatura cuya fuerza, cuyas características y cuyo método de lucha no conocía. Rodando a tanta velocidad, parecía más que nunca una esfera perfecta.

A diez metros de distancia. Cinco. Y entonces se detuvo.
...continuará

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta la historia... Pero no sé por qué se me hace conocida, como si la hubiera visto en algún lado hace mucho tiempo...

Y.J.

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