sábado, 20 de junio de 2009

Arena

Parte 10
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Cerró los ojos, procurando calmarse.

- Hola - dijo la voz.

Era una voz débil y aguda. Sonaba como...

Abrió los ojos y giró la cabeza. Era una lagartija.

«Vete - quiso decir Carson -. Vete, tú no estás aquí en realidad o, si lo estás, no es cierto que hables. Vuelvo a imaginarme cosas.»

Pero no pudo hablar; la sequedad de su garganta y su lengua le impedían pronunciar una sola palabra. Volvió a cerrar los ojos.

- Herido - dijo la voz -. Matar. Herido..., matar. Ven.

Abrió nuevamente los ojos. La azulada lagartija de diez patas aún estaba allí. Corrió un poco a lo largo de la barrera, retrocedió, volvió a avanzar y retrocedió otra vez.

- Herido - dijo -. Matar. Ven.

Volvió a alejarse un poco y regresó. Evidentemente, quería que Carson la siguiera a lo largo de la barrera. Volvió a cerrar los ojos. La voz siguió hablando. Las mismas palabras, tres palabras sin sentido. Cada vez que él abría los ojos, la lagartija se alejaba unos pasos y regresaba.

- Herido. Matar. Ven.

Carson lanzó un gemido. Aquella maldita criatura no le dejaría en paz a menos que la siguiera. Es lo que quería de él. La siguió, arrastrándose. Otro sonido, un chillido muy estridente, llegó a sus oídos y aumentó de intensidad. Algo yacía en la arena, retorciéndose, chillando. Algo pequeño azul, qué parecía una lagartija y, sin embargo no...

Entonces vio lo que era: la lagartija cuyas patas había arrancado el Intruso, hacía tanto tiempo. Pero no estaba muerta; había vuelto a la vida y se retorcía y chillaba en su agonía.

- Herido - dijo la otra lagartija -. Herido. Matar. Matar.

Carson comprendió. Extrajo el cuchillo de pedernal de su cinturón y mató a la atormentada criatura. La lagartija viva se escabulló rápidamente. Carson regresó junto a la barrera. Apoyó en ella las manos y la cabeza y observó al Intruso, muy apartado, mientras trabajaba en la nueva catapulta.

«Llegaría hasta allí - pensó -, si pudiera atravesar. Si pudiera atravesar, incluso podría triunfar. Él también parece estar muy débil. Yo podría...»

Y entonces experimentó otra reacción de negra desesperanza, cuando el dolor minó su voluntad y le hizo desear estar muerto. Envidiaba a la lagartija que acababa de matar. Ella no había tenido que seguir viviendo y sufriendo. Y él, sí. Pasarían horas, quizá días, antes de que el envenenamiento de su sangre le matara. Si pudiera usar aquel cuchillo contra sí mismo... pero sabía que no lo haría. Mientras se encontrara vivo, había una posibilidad entre un millón...

Hizo fuerza, empujando la barrera con la palma de las manos, y se dio cuenta de lo delgados y huesudos. que tenía ahora los brazos. Ya debía de hacer mucho tiempo que estaba allí, varios días, para adelgazarse tanto.

¿Cuánto tiempo más transcurriría antes de que muriera? ¿Cuánto calor, cuánta sed y cuánto dolor podía resistir la carne? Se hundió nuevamente en el histerismo, al que siguió un período de calma, y una idea que resultaba asombrosa.

La lagartija que acababa de matar. Había atravesado la barrera, aún con vida Había venido del lado del Intruso; el Intruso le había arrancado las patas y después la lanzó desdeñosamente hacia él, y había atravesado la barrera. El creyó que lo hizo porque la lagartija estaba muerta.

Pero no estaba muerta; sólo inconsciente. Una lagartija viva no podía atravesar la barrera, pero una inconsciente, sí. Así pues, la barrera no era un obstáculo para la carne viviente, sino para la carne consciente. Era una proyección mental, un obstáculo mental.

Y con este pensamiento, Carson empezó a arrastrarse a lo largo de la barrera para jugar su última y desesperada carta. Una esperanza tan remota que sólo un moribundo se hubiera atrevido a intentarlo.

No servía de nada calcular las posibilidades de éxito. En especial cuando, si no lo intentaba, esas posibilidades quedaban reducidas a cero. Se arrastró a lo largo de la barrera hasta la duna de arena, de casi un metro y medio de altitud, que había hecho al intentar - ¿hacía cuántos días? - cavar por debajo de la barrera o encontrar agua. Ese montículo estaba justamente en la barrera; su ladera más alejada caía la mitad a un lado de la barrera, y la mitad en el otro.

Tras coger una piedra del montón cercano, trepó hasta la cima de la duna y más allá de ésta, dejándose caer junto a la barrera, y apoyando todo su peso en ella a fin de que, si la barrera desaparecía, él rodara por la pequeña ladera, hasta territorio enemigo.

Comprobó que aún llevaba el cuchillo, en el cinturón de cuerda, que el arpón estuviera en la curva de su brazo izquierdo, y que la cuerda de seis metros de longitud siguiera atada al arma y a su muñeca.

Después, con la mano derecha, alzó la piedra con la que se golpearía a sí mismo en la cabeza. La suerte tendría que acompañarle en ese golpe; debía ser lo bastante fuerte como para hacerle perder el conocimiento, pero no lo bastante fuerte como para que tardara demasiado en recobrarlo.

Tuvo la corazonada de que el Intruso le estaba observando, de que le vería atravesar la barrera y se acercaría para investigar. Confiaba en que creyera que estaba muerto; pensó que probablemente habría hecho la misma deducción que él acerca de la naturaleza de la barrera. Pero se acercaría con cautela. El dispondría de unos minutos...

Se golpeó.



...continuará

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