martes, 14 de abril de 2009

Arena

ARENA
Parte 8
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Retrocedió dando tumbos hasta el fondo del ruedo. Entonces comprendió que eso tampoco servía de nada. Las piedras también llegaban hasta allí, sólo que los intervalos entre una y otra eran más largos, como si se necesitara más tiempo para levantar el mecanismo, fuera lo que fuese, de la catapulta.

Se arrastró nuevamente hacia la barrera. Se cayó varias veces y le costó mucho levantarse y continuar. Comprendió que estaba casi al límite de sus fuerzas. Sin embargo, no se atrevía a dejar de moverse, hasta que lograra inutilizar la catapulta. Si se quedaba dormido, no volvería a despertarse.

Una de las piedras disparadas le dio la primera idea. Cayó sobre uno de los montones de piedras que había reunido cerca de la barrera para usar como munición y lanzó chispas.

Chispas. Fuego. Los hombres primitivos hacían fuego a partir de las chispas, y con algunos de aquellos arbustos secos como combustible...

Afortunadamente, había un arbusto de ese tipo muy cerca de él. Lo arrancó, lo llevó junto al montón de piedras y, pacientemente, frotó una piedra contra otra hasta que una chispa tocó la rama del arbusto parecido a la yesca. Ardió en llamas con tal rapidez que le chamuscó las cejas y quedó reducido a cenizas en cuestión de segundos.

Pero ahora ya tenía la idea, y al cabo de unos minutos había conseguido encender una pequeña hoguera al abrigo del montón de arena que había hecho al cavar el agujero hacía una o dos horas. Los arbustos de yesca la habían comenzado, y otros arbustos que ardían, pero más lentamente, mantuvieron una llama continua.

Los resistentes zarcillos no ardían fácilmente; eso facilitaba la labor de hacer y tirar bombas incendiarias. Un haz de ramas atadas a una pequeña piedra para que pesaran más y un zarcillo largo a modo de cuerda para lanzarlo.

Hizo media docena antes de encender y tirar el primero. Erró el blanco, y el Intruso inició una apresurada huida, arrastrando la catapulta tras de sí. Pero Carson tenía los otros preparados y los tiró en rápida sucesión. El cuarto cayó sobre el armazón de la catapulta, y logró su propósito. El Intruso trató desesperadamente de apagar las llamas tirando arena, pero sus tentáculos sólo cogían un minúsculo puñado cada vez y sus esfuerzos eran inútiles. La catapulta ardió.

El Intruso logró ponerse a salvo del fuego y concentró su atención en Carson, que nuevamente captó aquélla oleada de odio y náuseas. Pero más débilmente; o el Intruso se estaba debilitando o Carson había aprendido cómo protegerse del ataque mental.

Le hizo un gesto de burla y le obligó a ponerse a cubierto tirándole una piedra. La esfera roja retrocedió hacia el fondo de su mitad del ruedo y comenzó a arrancar arbustos otra vez. Probablemente tenía la intención de hacer otra catapulta.

Carson verificó - por centésima vez - que la barrera seguía funcionando, y después se encontró sentado en la arena junto a ella, pues de pronto se sintió demasiado cansado para permanecer en pie. El dolor de la pierna era continuo y estaba realmente sediento. Pero estas cosas palidecían frente a la completa sensación de agotamiento físico que se había adueñado de todo su cuerpo.
Y el calor.

El infierno debía de ser así, pensó. El infierno en el que los antiguos creían. Luchó por mantenerse despierto, a pesar de que ello pareciera inútil, pues no podía hacer nada. Nada, mientras la barrera fuese inexpugnable y el Intruso estuviera fuera de su radio de acción. Pero tenía que haber algo. Trató de recordar las cosas que había leído en los libros de arqueología respecto a los métodos de lucha empleados en los tiempos anteriores al metal y el plástico. El misil de piedra, eso fue lo primero, pensó. Bueno, eso ya lo tenía.

La única forma de mejorarlo era una catapulta, como la que el Intruso había hecho. Pero él nunca lograría fabricar una, con los minúsculos trozos de madera que le proporcionaban los matorrales; no veía ni una sola pieza que sobrepasara los treinta centímetros de longitud. Desde luego, podía idear un mecanismo similar, pero no le quedaban las fuerzas suficientes para una tarea que requeriría días.

¿Días? Pero el Intruso habla hecho una. ¿Acaso ya hacía días que se encontraban allí? Después recordó que la esfera tenía muchos tentáculos con los que trabajar y que, indudablemente, podía hacer ese trabajo con mayor rapidez que él.

¿Un arco y flechas? No; intentó disparar con este sistema en una ocasión y reconoció en seguida su ineptitud. Incluso con un perfeccionado modelo de deportista, diseñado para no errar jamás el blanco. Con un aparato tosco como el que lograría construir allí, dudaba que pudiera disparar a mayor distancia de la que podía alcanzar con una piedra, y sabía que no afinaría tanto la puntería.

¿Una lanza? Bueno, eso sí que podía hacerlo. Sería inútil como arma arrojadiza a distancia, pero podía servirle a poca distancia, si es que alguna vez conseguía estar a poca distancia de su enemigo. Fabricar una le proporcionaría algo que hacer. Le ayudaría a no seguir divagando, como estaba empezando a hacer. Había llegado a un punto en que a veces necesitaba concentrarse un rato para recordar por qué se encontraba allí, y por qué tenía que matar a la esfera.

Afortunadamente, aún estaba junto a uno de los montones de piedras. Las removió sin cesar hasta que halló una que parecía tener la forma de una punta de lanza. Se puso a astillarla con una piedra de tamaño menor, e hizo unos afilados salientes en los lados para que no volviera a salir si lograba penetrar.

¿Como un arpón? Era una buena idea, pensó. Quizá un arpón fuera más apropiado para aquel absurdo combate. Si conseguía clavarlo en el cuerpo del Intruso, y ataba una cuerda al arma, podría arrastrarlo hasta la barrera y la hoja pétrea de su cuchillo atravesaría esa barrera, aunque sus manos no lo hicieran.

La pértiga resultó más difícil de hacer que la cabeza. Pero tras romper y unir los tallos principales de cuatro de los arbustos, y atar las junturas con los finos aunque resistentes zarcillos, consiguió una pértiga de un metro y medio de longitud, a cuyo extremo ató la punta de piedra en una muesca.

Era tosca, pero fuerte. Y la cuerda, con los finos y resistentes zarcillos se fabricó seis metros de cordel. Era ligero y no parecía fuerte, pero estaba seguro de que aguantaría su peso e incluso más. Ató uno de los extremos a la pértiga del arpón y el otro en torno a su muñeca derecha. Por lo menos, si lanzaba el arpón más allá de la barrera, podría recuperarlo en caso de que fallara.

...continuará

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